jueves, marzo 07, 2024

Seguimos al acecho de tu figura femenina (o Día internacional de la mujer)

Martha desquiciaba a todos con su silueta de infarto porque no podía faltar un solo día al gimnasio. Cuando caminaba por la acera, todos iban por la misma acera y al acecho. Si cruzaba la calle, el que menos volteaba o paraba de caminar para verla cruzar el tiempo que ella decidía demorar. Si cambiaba de dirección, jamás estaba sola. Cuántas veces cruzaba, cuantas miradas tenía encima. Entonces era el momento de que paso a paso, por esa zebra mal pintada, al mismo estilo de The Beatles, una pierna tras otra, se lucían al dulce repique de los tacos que vestía. La miraban muchos hombres. Parecían lobos, zorros, animales pasionales y zonzos. La miraban pocas mujeres. A ver, porque también hay mujeres. Tampoco hay que mentirnos. El acecho seguía hasta que la muchacha llegaba a la otra vereda cansada de los zapatos y los tantos ojos que la seguían. Alguien quiso gritarle algo pero no se atrevió. Alguien le silbó. Una mujer empezó a cuchichear con otra que la falda que llevaba era para llamar la atención de los hombres, que ella buscaba eso, que la conocía, que siempre se vestía de esa manera y salía a comprar al Wong de Aurora a las nueve de la noche, completamente sola, todos los días.


Martha trabaja como secretaria en un consultorio oftalmológico. Recibió la noticia de que su padre tiene poco tiempo por el cáncer que lo aqueja y porque ella misma indagó sobre su tratamiento con el doctor que lo atiende. Su papá no sabe que ya se enteró. No tiene mamá. Se encarga de todos los gastos de la casa. Y todas las noches, regresando de trabajar, va a comprar lo que necesita para la semana y algunos chocolates que comparte con Nando, su papá, que siempre la espera despierto, tomando un té con limón y viendo las noticias que no vio en la mañana.


El ocho de marzo es el día internacional de la mujer y no hay nada de qué festejar. No nos mintamos.

lunes, marzo 04, 2024

Principio del diario (o One note)

Creo que este blog será, de ahora en adelante, el diario de un papá orgulloso y un regalo de lectura para su hijo por el que infla el pecho a más no poder.


Fabrizzio.



miércoles, septiembre 14, 2022

Situación (o me enamoro de Coldplay)

No podría haber pensado otra cosa más que esa situación. Porque fue una situación bonita cuando derramé un poco de trago en tu ropa y te conocí con la mayor desnudez que pude haber pensado. Algo tonto, inexperto, juguetón. Pero fue en ese inexplicable contexto que conocí que una persona por segunda vez me cambiaba la vida y jugaba con ella, como mejor quería. Algo raro y loco. Qué pasmado quedé, aunque digas que no fue tan caballero de mi parte. Pasmado. Estaba helado y sin decir nada al lado tuyo, trataba de explicarte no sé cómo que no fueron nervios -que sí lo fue- sino una mala exposición de una anécdota que quería contar a todo el grupo. Hasta podría decirse que esa situación, encima de mi piel de gallina, fue más hermosa que este pequeño texto. Hermosa como tú. Qué cursi. (Espero que puedas entenderlo aunque tengas una canción de fondo de Coldplay)

jueves, octubre 24, 2019

Bajo el disfraz de Santa (o la mejor navidad de la vida)

Mientras lo veía saltar de alegría, me acomodaba la barba para que no se diera cuenta que era yo. Saltaba y aplaudía mientras gritaba completamente ilusionado; en cambio yo; engrosaba la voz para parecerme más al Santa tan esperado que a una pobre imitación del viejo que traería los regalos que le habían comprado en la Navidad. En ese momento, sentí la felicidad. Verlo a los ojos, escudándome en un disfraz abultado, fue el mejor regalo recibido después de saber de su existencia en la barriga de mi esposa.


No tengo bien en claro si eran las cuatro o cinco de la tarde cuando examiné el disfraz por primera vez. Y es que para mí no era tan ajeno ese tipo de vestir. En mis tiempos de propinas, había trabajado en una compañía de shows infantiles cuando todavía no cumplía los catorce. Todos los fines de semana había trabajo: me podía maquillar, vestir de un arlequín colegial y bailar acompañando a los animadores de la fiesta o meterme en un peluche gigante de los dibujos de moda para cumplir el sueño de los niños que cumplían años y no sabían de tremenda sorpresa. Pero nada se compararía, a lo que estábamos planeando con mi esposa, hace ya unos meses atrás.


Apenas tuve el traje, enumeré las prendas necesarias mientras revisaba videos en internet para cómo vestirlas lo más rápido posible, ya que había organizado una pauta de qué, cómo, cuándo hacer y qué no, cada minuto de la puesta en escena. Nada debía quedar suelto. Es por eso que examinaba los ojales de la ancha y negra correa plastificada, me calzaba los zapatos duros y estrechos y, medía, con el echar de una ojeada, el sacón frondoso y empeluchado que tenía que debía de soportar con tremendo calor. Todo cumplía un rezo. Primero: el pantalón, sujetar con el elástico, pero no tanto para dejarme respirar. Segundo: el saco, primero el brazo izquierdo y tirarlo al otro lado para, a la volada y con notable precisión, terminar con el brazo derecho, para sujetarlo con unas pitas que no debían verse para nada. Tercero: la correa, darle dos vueltas y culminar en el sexto huequito. Cuarto, los zapatos, debía de ser lo más fácil, darme un poco de tiempo para atar las agujetas y evitar un accidente de traspié. Quinto: la barba, debía de cubrirme la mayor parte del rostro, era un conjunto de hilachas blancas que, si no las situaba de la mejor manera, iban a llamar a esa alergia que detesto cuando los estornudos no me dejan dar un paso. Sexto: El gorro, complemento perfecto para la temporada, con un ligero estilo de caída para el perfil izquierdo. Séptimo: los detalles, guantes, anteojos circulares de metal y demás ropitas alusivas al viejo Santa, que debía de vestir en menos de dos minutos complementando mi parafernalia navideña. Así estaba previsto. Tal cual ni más. Vestir un disfraz de Papa Noel en menos de diez minutos para cumplir con la pauta chequeada y sacramentada, y darle un haz de luz, más luz, a una Nochebuena que iba a quedar en el recuerdo de muchos y en especial del más pequeño de la familia.


Pensaba cómo iba a reaccionar mi hijo. Tal vez cuando entraría por la puerta se asustaría por el disfraz y la cara tapada con la barba. Tal vez se impresionaría tanto con lo que Santa había ido a visitarlo que lo jalonearía por todos lados y le arrancaría el gorro y la barba y quedaría al descubierto mi identidad. Tal vez la impostación de voz no llegaba a ser del todo creíble y me diría: Papá, ¿eres tú? Papa. ¡Santa! y todo se iría al tacho. Tantas cosas pasaban por mi mente que no me daba tregua dudar que lo que haría en unos minutos sería, tal vez, la mejor puesta en escena que siempre me hubiera gustado ejecutar.


Los nervios en mi sudoroso cuerpo marcaban el compás de un reloj que gritaba actuación. Eran las once y un poquito más cuando decidimos, entre los que estábamos reunidos y sabían de la sorpresa en términos generales, que debíamos comenzar pronto porque el niño estaba impaciente de regalos sorpresas y bostezando al son de los típicos villancicos al ritmo de bosanova. Le dije que me iría a comprar. Me miró. Nos besamos y chocamos los puños como lo hacemos todas las noches antes de dormir. Ya vengo, le dije, y caminé en dirección a la puerta. Cuando lo vi voltearse, giré y corrí hacia mi dormitorio, cerré la puerta y esperé. El show debía de comenzar. Estaba ansioso. Practicaba en voz baja la impostación de voz como un viejo Santa. Todo debe salir bien, susurraba. De pronto, entró en el cuarto mi esposa. Nos besamos y sonreímos como cómplices. Por dónde empiezo, le dije a ella. Por tranquilizarte, me dijo y me acarició la mejilla.


Comencé a vestirme tal y como lo había planeado. Prenda por prenda. Paso por paso. Mi esposa me ayudaba porque había comenzado una especie de tembladera que recorría mi cuerpo. El pantalón, la chaqueta, la barba y los detalles. No me demoré ni cinco minutos en estar parando frente al espejo y reírme de mi mismo, al verme vestido como un joven y panzón Santa, dispuesto a ser el hazmerreír de la noche previa a la Navidad. Mi esposa me tomaba fotografías mientras fijábamos los últimos detalles. Entre tantos puntos de la pauta, habíamos quedado en que mi papá cargaría a mi hijo para llevarlo a su dormitorio con el pretexto de sacar al niñito Jesús y tenerlo listo al momento de que el reloj marque las doce para ponerlo en el nacimiento. Él cerraría la puerta para darme pie a yo salir corriendo disparado hacia la calle y esperar para comenzar el show navideño con mi entrada triunfal al grito del clásico Jo jo jo jo. Y así se hizo. En segundos ya esperaba afuera. Estaba un poco agitado y jadeaba. Para salir de la casa, había corrido desde mi habitación que estaba al último del pasadizo, pasé por el cuarto de mi papá que me daba tiempo para mi huida y atravesé completamente la cocina y sala llenas de familiares de mi esposa que reían y vaticinaban el espectáculo que iban a presenciar. Sudaba caliente porque el calor se había asentado en mi cabeza por el gorro y en mis pies por las altas botas. Respiré, mientras acomodaba los bolsos de regalos con los que entraría a mi casa. Eran unos diez o doce paquetes envueltos en papel de regalo repartidos en dos bolsas que me dificultaban un poco para sostenerlas. De pronto, la puerta se abrió y entendí que había comenzado todo. Él todavía no me había visto, yo sistemáticamente di tres pasos y todos en la casa comenzaron a aplaudir y gritar ¡Santa! ¡Santa! Ya llegó. Mi hijo estaba rebalsando en felicidad. Sus ojos contemplaban a Papa Noel y les decía a todos: Ha venido Santa, mis regalos, vino por mí, yo te lo dije, yo te lo dije. Cuando entendí la responsabilidad en la que me había metido, juré para mí, cumplir la pauta y el ensayo veloz que habíamos tenido con mi papá y esposa en la tarde del veinticuatro. Nos miramos. Nos tomamos una foto con el infaltable Jo jo jo jo y abrimos los regalos que había traído en los paquetes. Mi esposa me ayudaba nombrando de quién era tal regalo y todos aplaudían cuando eran descubiertos. Todo fue tal y como se había planeado, oleado y sacramentado. En algún momento, improvisé por un regalo que mi hijo había pedido en su carta y no estaba en físico. Nunca se dio cuenta que no estaba. Ni el supuesto regalo ni su papá. Nunca procesó que papá estaba detrás de esa sorpresa que todo el mundo le hablaba y él jamás imaginaba viviría en la noche de Navidad. Cuando terminó todo, me despedí de mi hijo, la gente pidió una última foto y cariñosamente él me abrazó, me dijo gracias, Santa y me hizo adiós con la mano, mientras yo salía por la puerta completamente orgulloso por la hazaña cometida.


Aún el cielo no se cubría por el reventar de los cuetecillos, cuando bajé las escaleras, más que contento, para llegar al tercer piso del edificio donde vivimos y cambiarme el traje que ya me producía picazón. Quedó todo perfecto, decía mi esposa mientras bajaba las escaleras para ayudarme con la ropa. Reímos a carcajadas, escondiéndonos por si nuestro hijo nos espiaba desde la ventana. Me cambié con una bermuda y un polo suelto. Seguía riendo. Esperé. Entra tú primera, le dije a mi esposa. Esperé. Esperé. Cuando entré nuevamente a mi casa, ya como su papá con ropa casual y veraniega, me dijo: Papá, vino Santa y me ha dejado mis regalos. Todo lo que le pedí. Me dijo que se fue porque Rodolfo estaba apurado y tenía que dejar más regalos a otros niños. Cuando lo escuché, supe que todo había salido a la perfección. Que la ilusión de Santa lo llenó por completo y todo había valido la pena. Entendí también que ese sudor, temblores en el cuerpo, susurros y movimientos que fácilmente se pueden comparar con el bailar zigzagueante de una cobra, no eran más que el sentir de la felicidad de un padre hacia su hijo. Y qué más te dijo, le pregunté, ocultando el sentimiento que me embargaba. Nada más, siguió él, sólo se fue porque Rodolfo estaba muy apurado. Asentí, sorprendido, y chocamos los puños que es nuestro santo y seña dándome espacio para disfrutar de la mejor Navidad de mi vida.


Lima, Diciembre 25, 2018.



jueves, septiembre 07, 2017

Mi mono es Riqui (o tu primer mejor amigo)

Cuando el mono Riqui llegó a la casa, nunca pensó que tendría su pijama roja para dormir al lado de Giaco, todas las noches de  invierno. Despertaban muy temprano, se daban los buenos días y sin babuchas bajaban de la cama y caminaban por toda la casa buscando con qué jugarían toda la mañana. Despertaban como a las seis, y siempre era Giaco el que abría los ojos primero para buscar buscar a su gran amigo y comprometerlo para tener un gran día de aventuras. Les gustaba comer muchos plátanos y para la sed gritaban por yogurt, con eso llenaban la barriguita y comenzaban a pintar entre plumones, crayones y colores, en la pizarra blanca de parante que tenían en su propio rincón del cuarto, totalmente decorado con sus nombres y sus demás compañeros como Rino, Trompa Loca y Tato que siempre estaban prestos para acompañarlos a tener un grandioso día de juegos.





sábado, septiembre 20, 2014

Patético (O la cruda realidad de un ser humano)

Una fría tarde de setiembre contemplé el cuadro más patético de su vida. Con los ojos entreabiertos y cansados y escupiendo en todas las direcciones, yacía, tendido en una cama que crujía en cada acción del postrado, un hombre guapetón de unos treintaitantos años que se quejaba, ahora, de no poder respirar. Maldecía a quien recordaba y culpaba a alguien –que nunca pude conocer, o quizá sí– por arrebatarle la esperanza de la vida, por desalmarlo porque no tengo más qué hacer aquí, dice, y se vuelve a quejar pataleando y expirando.


No soporta que el perro –que es el único ser que le apaña todas sus rabietas– se suba en su cama, se rasque, se despulgue ante sus ojos que ya miran poco; la bota, le dice que no quiere que nadie lo vea, que no quiere ruido. El hombre le habla al perro con puntos y comas, respirando agitadamente, gimiendo porque siente su cabeza estallar. El animal que no es tan animal, se pone en cuatro patas, mira alrededor, bosteza y baja de la cama de un salto firme. Y al salir del cuarto moviendo la cola modelando su novísimo corte clásico schnauzer, deja, al hombre, una vez más, completamente solo.


Ya son como las seis y el atardecer se va pintando de anaranjados y marrones claros en lo más lejano del horizonte visto desde el viejo malecón. (El hombre tiene la suerte de vivir en un departamento amoblado digno de un hombre bien, con vista al mar en el distrito limeño de Barranco). Las gaviotas planean y chillan, el perro ladra, y el hombre, joven aún y postrado en la cama con el televisor prendido dando un partido de fútbol, mira como alucinando el ocaso tras la ventana cerrada para sentir menos los ventarrones que a esta hora de la fría tarde-noche se vuelven como apuñaladas. Pero quiénes estarán jugando porque ahora se escucha gol, gritos, lisuras, comentarios y risas en el televisor. El hombre voltea a ver, hace un gesto compungido y asiente. Primera vez que no menciona una sola palabra sobre juego o fútbol o pasión. Se inmuta y sigue mirando el encuentro por unos minutos más, pero empieza a pestañar, quiere descansar: talvez mucho, talvez poco o talvez siempre. (Vuelve el perro: salta y se acomoda en una esquina de la cama).


El cuadro me sigue pareciendo patético y hasta por momentos chistoso. Es la tarde número ochenta y cinco y todo sigue igual: sin ganas, ordinario, lineal, trivial, patético y patético. Esbozo una sonrisa cuando el hombre se rasca apasionadamente brazos, piernas y pecho en compañía del perro que se despulga a sus pies en la vieja cama de madera. Ahora es todo orquestal, sinfonía de tarumba, agudos graves y contrapunto con finas notas de golpes, agitaciones y quejidos. Pero, literalmente, el hombre no aguanta pulgas, y vuelve a botar al perro, hablándole delicadamente para que salte de la cama y lo deje tranquilo. (Yo sigo parado, grabándome la escena. Acción). El perro salta elegantemente, estira sus patas, se sacude y camina sin mover la cola hacia la salida. En el umbral de la puerta yo doy un paso a la izquierda y el animal –que no es tan animal, ya lo he dicho– pasa lento por mi costado en dirección a su cama llena de juguetes baboseados con olor a mierda. El hombre suspira, sonríe, abre el primer cajón de su velador y busca algo; saca un peine que no usó nunca y se lo pasa, ferozmente, por el antebrazo, y continúa, así, rascándose sin tregua todo su velludo y maltrecho cuerpo.


jueves, julio 17, 2014

El textil que no soy

A Kevin.


Me he hecho pasar por un alto comerciante textil. Un bravo sabelón de telas que mira y toca y palpa cada cosa tirada en el piso que venden las mujeres más chamba de Chorrillos. Es algodón, caserito, me dice una mujer gorda ojos achinados y cara redonda. La miro con aires de crecido, de muy sabido en algodones Reda, Pyma y esos de Austria e Italia. Ella asienta con la cabeza, me dice que es muy bueno el algodón y que la chompita está muy linda. En verdad que la chompita está muy linda: me la probé y me quedaba muy entallada, iba con el jean que vestía y me hacia ver muy juvenil con sus toques de elegancia, como para un coktel. Estaba muy barata, también: veinte soles , caserito, lleve pues, me quedo hasta la una nomás, me asediaba la mujer casi tocándome.


Eran como las doce y la mujer comía una presa de pollo en un plastificado táper amarillo. También todas las mujeres habían comenzado a comer, unas de sus táper y otras del menú que habían comprado en la mañana al llegar a sus sitios en tan ancha vereda como una pista misma: vendedores de juguetes, libros viejísimos, Sopenas, maníes, chupetes y golosinas, ropitas de lana y chullitos. Todas bien abrigadas enchalinadas mascando chicle o tejiendo medias para sus hijos como para matar el tiempo y el frío hasta que alguien se acerque, como Jhonny, a curiosear preguntar y comprar.


Me había quedado mucho tiempo tocando la chompa azulina que me había gustado. La mujer no me veía como un ladronzuelo de callejón (como sí veía a curiosos que llegaban y tocaban con otros afanes), ahora me miraba con raros quecos, pucheritos sublimes, porque había empezado a tocar las ropas con asco, con desazón, con ganas de irme. Entonces, ella me dijo: es lanilla, jovencito, lanilla muy buena. ¿Lanilla? ¿Me habla en serio? -le pregunté, mirándole de reojo-, eso no existe, no existe la lanilla ni la cuerina ni nada de eso que ustedes solo le cambian el nombre para hacerlo pasar como que es lo mismo pero no. Soy comerciante de telas y tengo dos fábricas en Gamarra. Ya tengo muchos años en esta vaina. O sea, le explico -seguía yo mintiéndole mientras la mujer me miraba como contemplando a un marciano, impávida-: lana con acrílico que es poliéster se llama polilana y eso es para todos ustedes lanilla. Claro, al combinar lo natural con lo sintético ustedes le cambian de nombre, pero yo sé lo que es, porque tengo años en esto, herencia de mis padres, porque sé. ¿Me va siguiendo? ¿Me entiende? Ella reclinó la cabeza, cogió la chompa, me la puso en la cara y me dijo: sí, pero está veinte soles, jovencito, ¿acaso está caro? ¿Usted cree? Llévela que se le ve muy bien. Sonreí, mientras los claxon de los buses se hacían sentir pidiendo campo para estacionarse y hacer subir pasajeros para iniciar la siguiente ruta.


¿Cuántas veces he podido mentirles a las personas?, pensaba un momento. ¿Acaso las gentes son cojudas que no se dan cuenta? ¿que no saben? El griterío no se daba tregua y yo en cuclillas tocaba cada chompa que me gustaba y encontraba entre los bultos. La mujer hablaba por celular. ¿Y esta? ¿Y la de acá? -le preguntaba y ya no me hacía quecos, tan solo me respondía de una manera fría, dura, como si ya no le importara mi presencia (si es que le importó en cierto momento). De pronto, la mujer dejó de comer, guardó el táper en una mochila verde con blanco tejida a mano y me preguntó, sonriendo: ¿Y dónde estudió eso que usted estudió, joven, eso para ver las telas y saber tanto de eso? Dudé, no sabía por dónde salir, qué hacer, qué decir. Pues mis padres me enseñaron todo lo que concierne a lo textil, señora -le respondí y la ella notó mi vacilación, mi voz endeble. Escupió a un lado de la vereda y me dijo-: eso de acrílico, poliéster, eso me confunde, quiero aprenderlo... Yo conozco la lanilla, cuerina eso que usted me dice que no existe... Eso se aprende con el tiempo -la interrumpí-, yo siempre estuve metido en esto, con las ganas, con la experiencia. La mujer me miró a los ojos, vacilé, noté sus dientes de oro cuando volvió a sonreír antes de decirme: Yo vendiendo lanilla y cuerina o eso que quiero aprender ahora como usted, jovencito, estoy ya como diez años. Mis hijos han comido pan con leche con esto porque no tengo marido, se fue el muy desgraciado cuando yo iba a tener al tercero de mis hijos. Bajé la cabeza, suspiré. Sabe mucho joven, -siguió la mujer-, estudie para que tambien ponga sus ropas de lanilla y poliéster y vendamos juntos, jovencito, yo le ayudo pues, ¿si? ¿Así es , no? Po-li-es-ter, ¿Así, no?


miércoles, marzo 12, 2014

Métanse la alcaldía al poto (o Lourdes Flores Nano, patinando)



Tan sólo siendo bachiller de la Universidad del Pacífico en Economía, Pablo Secada ya tenía un muy buen puesto como Economista Senior del IPE (Instituto Peruano de Economía), enseñaba en su alma máter y se jactaba de saber tanto de economía que cualquier simple mortal pensaba que ya era titulado, doctor y tenía una maestría en las mejores universidades del planeta. Pero no, el pequeño Pablo no hace poco dejó de ser bachiller y lustró una maestría en Política Pública que le costó conseguir en la Universidad de Chicago en gringolandia, pero sin dejar de ganar la plata que quería y la ansiada fama tanto en la próspera economía peruana como en sus muecas politiqueras que bien sabía ejecutar dentro de la chompa.


Secada por ayuda de sabe que Dios, entró a trabajar siendo aún bachiller de Economía de la Pacífico a un muy buen cargo en el IPE. Muy buena mano el que lo colocó, el que le tuvo fe, pero igual el muchacho no desentonó, siguió ascendiendo agarrando tremenda confianza económica y aprendiendo desde ya las mañas en la política nacional. Profesor –ya con maestría en mano y no en vano– de la Pacífico, Consultor de la EIU (The Economist Intelligence Unit) y Regidor en la Municipalidad de Lima por el PPC (Partido Popular Cristiano). Y estuve revisando que tenía un blog en el cual publicaba temas de economía y política nacional, teniendo muy buenos comentarios y  muy buen puntaje entre sus lectores, apoyo incondicional al gran Pablo: Chicago y Macondo.


Hay quieren pensarán que este Pablo Secada es un genio (y quizás lo sea, como tantos que eran genios y no sé dónde están), que sabe tanto de números y estadísticas como de generar un buen gobierno, mantener en orden a una Lima Metropolitana en base a un estudio económico e ideales liberales, capitalistas e inversiones públicas y privadas my bien llevadas. Se consagra si lograra todo lo propuesto anteriormente. Se consagra y es un Dios, bien digo. Pero lo que tiene de genio lo destruyó y lo catapultó a la nada, al barrio, a la mierda. Sus títulos, sus galardones que gracias al compadrazgo mezclado con sus habilidades natas consiguió en los diferentes puestos que le encargaron, los hizo añicos al ganar el diploma del más cojudo por unas cuantas sandeces que lanzó contra una mujer policía y anteriormente, por severas palabras de su esposa, condenándolo por maltrato físico (aún no probado).


Su flamante precandidatura a la Alcaldía de Lima Metropolitana con la firma referencial  de la eterna Flores Nano, claro está, se fue a la reverenda mierda, se fue al poto de Lourdes por segunda vez consecutiva, digo.


Pero quizás en algo concordamos. Quizás también pienso igual que Secada sobre la Policía peruana y lo digo y lo publico porque es mi opinión y hay libertad para hacerlo, pero no le falto el respeto a nadie, menos a una mujer. Él lo hizo, fue un malcriado y despotricó contra ella. También apoyo cuando dijo que deberían de estar persiguiendo a los ladrones, asesinos y violadores, pero está perfecto, también sea quien sea, que regulen y sepan corregir a esos conductores que no tienen la licencia a la fecha y menos el permiso de lunas polarizadas, siempre adjunto a sus documentos, en el auto. Es por eso que el supuesto genio de Secada se convirtió en un animal, un energúmeno, un Hulk malísimo y horrible que sólo sabía escupir idiotez tras idiotez cuando se negó ir a la comisaría por una vía de tránsito y tomó otra que no conocía y se perdió y quiso limar asperezas en el camino pero la policía no cayó en el juego, se resintió y ella tomó al toro por las astas disfrutando del juego.


Ahora, como era de esperarse, Pablo Secada renunció a la precandidatura (aunque sigo creyendo que la mandó a la mismísima mierda). Pero por facebook. Sí, renunció por facebook. No lo hizo en público, no habló, no llamó a las cámaras de la tele. Lo hizo por la red social del momento. Quizás para evitar el miedo al griterío popular, a la llovizna de críticas del oficialismo, al vapuleo de la masa que aún creen en la gente del orden o peor aún, a la destrucción de todos –y me incluyo– hacia un patán que simplemente le habló feo a una mujer. Sea quien sea, fue una mujer. Pero que ahora, esta mujer se agarre de la policía y otros datos para hundirlo más, no lo entiendo. Un cargamontón no es debido, crear falsos testimonios, falsos golpes, falsas reacciones tampoco. O sea, tampoco tampoco ¿no? Se grabó, hay pruebas y ya está.